Y tú, ¿qué habrías pedido?

Hace un par de días cayó en mis manos un ejemplar de Vidas Paralelas de Plutarco; en concreto, el dedicado a Alejandro y César, Pericles y Fabio Máximo, y Alcibíades y Coriolano.

Llevaba algún tiempo detrás de hincarle el diente a este volumen, ya que Alejandro Magno y Julio César son dos personajes cuyas historias me llaman la atención (he de confesar que de los otros cuatro, sólo conocía a Pericles); y la obra en general es muy citada en los Ensayos de Montaigne, habiendo inspirado además a grandes escritores como Shakespeare y Rousseau.

Plutarco (Queronea, 50 d. C. – Delfos, 120 d. C.) fue un polímata griego que se relacionó con muchas figuras famosas de su tiempo. En su obra, recoge un total de 22 parejas de biografías, en cada una de las cuales expone la vida de una celebridad griega y su semejante (paralela) romana. Quiso con ello promover el aprecio mutuo de ambos pueblos. Su influencia a lo largo de la historia ha sido notable, siendo por ejemplo el escritor más popular durante los años de la Revolución Francesa.

Hoy quiero narrar una breve historia que aparece en este libro y que le escuché contar a un famoso escritor hace muchos años. Ampliaré el relato un poco más allá del escueto texto que le dedica el autor a ésta para poner en contexto a los personajes y el momento descrito, pero siendo fiel a su versión de los hechos y recurriendo, si acaso, a algunos pequeños adornos.

Diógenes de Sinope fue un filósofo griego perteneciente a la escuela cínica. Nació en Sinope, hacia el 412 a. C. y murió en Corinto en el 323 a. C. Se cuenta que vivía en una tinaja, en lugar de una casa y que sus únicas pertenencias eran un manto, un zurrón, un báculo y un cuenco. Su ideal de vida, de acuerdo a la escuela cínica, era la autosuficiencia: una vida natural, frugal e independiente de los lujos de la sociedad. Para él, la virtud era el mayor de los bienes y los honores y las riquezas, despreciables.

Cuenta Plutarco que Diógenes se hallaba en Corinto coincidiendo con la segunda reunión de la Liga de esta ciudad, en la que se planeaba la invasión de Asia. A ella acudió el gran conquistador Alejandro III de Macedonia, más conocido como Alejandro Magno, quien llegara a ser hegemón de Grecia, faraón de Egipto y gran rey de Media y Persia. Alejandro pretendía con esta visita que se le renovase el cargo de general en jefe de las tropas contra Persia, cosa que consiguió tras congregar a los griegos en el istmo de este lugar y votar éstos a favor de unirse a él.

En esta ocasión, puesto que muchos políticos y filósofos se habían acercado a él para saludarlo y felicitarlo (y de paso, hacerle un poco la pelota), el mandatario esperaba que Diógenes, de cuya fama había oído hablar y por quien sentía mucha curiosidad e interés, hiciera lo propio. Pero éste no hizo el más mínimo caso al mayestático acontecimiento, así que tuvo que ser el mismo Alejandro quien se acercara al Cranio, el barrio donde residía el filósofo, para conocerlo en persona, acompañado de su corte. Diógenes se hallaba absorto en sus pensamientos tomando el sol, cuando el rey se le presentó delante de sus narices, viéndose rodeado por su séquito. Se incorporó mirando al visitante de arriba a abajo. Éste lo saludó y se presentó, diciendo: «Soy Alejandro, he venido a conocerte. Pídeme lo que quieras y te será concedido». A lo que Diógenes contestó: «De acuerdo: retírate un poquito del sol que me estás tapando».

Ante esta respuesta (probablemente el mayor troleo de la historia), se dice que el macedonio, a pesar de haber sufrido este desprecio, quedó tan admirado de la arrogancia y la grandeza de este hombre que les dijo a los miembros de su escolta mientras se iban alejando y burlando del anciano: «Pues a mí, si no fuera Alejandro, me gustaría ser Diógenes».

Éste es el relato del encuentro entre el gran conquistador y el filósofo. Y tras contarlo, te lanzo esta pregunta: y tú, ¿qué le habrías pedido a Alejandro Magno?

Monumento a Diógenes y Alejandro Magno en Corinto, Grecia. En portada: Alessandro e Diogene, de Paride Pascucci

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